jueves, 19 de junio de 2025

La política como puente, no como trinchera

 La política como puente, no como trinchera


En un mundo donde las desigualdades crecen, donde las urgencias golpean con fuerza en los hogares más humildes, la política debería ser el puente que acerque las orillas, no la trinchera desde la cual se lanzan promesas vacías o se defienden privilegios.

La política, en su esencia más noble, nació para construir. Para tender la mano a quien quedó rezagado en la carrera injusta de la vida, pero también para reconocer y respaldar a quienes, con esfuerzo, invierten, producen y generan oportunidades para otros. Porque construir un país, una comunidad o una ciudad justa no es solo tarea de un sector: es un entramado complejo que necesita de todos, sin excepciones.

No hay equilibro sin justicia social, pero tampoco sin producción, sin empleo digno, sin desarrollo genuino. La política debe estar cerca de los más necesitados, sí, pero también debe acompañar a quienes generan riqueza de forma honesta, porque ambos extremos del tejido social necesitan del otro para que el entramado no se rompa.

Sin embargo, muchas veces, quienes acceden a los espacios de decisión olvidan la raíz de su función. Confunden el mandato popular con un cheque en blanco para servirse a sí mismos. Y así, lo que debería ser un servicio al bien común se transforma en un botín para ambiciones personales. El poder deja de ser una herramienta para transformar realidades y se convierte en una vía rápida hacia el enriquecimiento, hacia la impunidad, hacia la desconexión con el pueblo que alguna vez les dio la confianza.

Hay que decirlo con claridad: la política no debe ser un negocio, ni una escalera para los egos desmedidos. Debe ser un acto de entrega, una vocación auténtica por mejorar la vida de los demás. Es necesario dejar de lado el "sálvese quien pueda" para construir un "nos salvamos entre todos". Porque nadie se salva solo, porque los muros que algunos levantan para proteger sus privilegios, tarde o temprano, se vuelven cárceles de indiferencia.

La política también debe recuperar su valor simbólico. Que los ciudadanos vuelvan a votar por sueños, no por bronca. Que las urnas vuelvan a estar cargadas de esperanza y no de resignación. Que cada voto no sea apenas una reacción al desencanto, sino una apuesta por un proyecto colectivo. Que nadie vaya a sufragar con la angustia de tener que elegir “el mal menor”, sino con la convicción de que otro país, otra Provincia, otra localidad, otra realidad, es posible.

Hoy más que nunca necesitamos una política que mire con los ojos del pueblo, que camine con sus pies, que escuche con sus oídos. Una política que abrace, que equilibre, que integre. Una política con alma, con conciencia y con coraje. Porque cuando eso ocurra —cuando la política deje de servirse del pueblo y comience verdaderamente a servirlo— habremos dado el primer paso hacia una sociedad más justa, más humana, más digna.

S.D. ia

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